Oración Comunitaria 12/02/2004: Semana enfermo
Oración y vida 46.- No siempre parece fácil armonizar vida y oración. Se debe probablemente a que tenemos una idea falsa tanto de la vida como de la oración. Pensamos que la vida consiste en estar agitados realizando muchas actividades y que la oración consiste en retirarnos de la vida y olvidar lo que se refiere a nuestro prójimo y a su situación humana. Nada más lejos de la realidad. La oración conduce a la acción 47.- Comencemos por decir que no oramos para cumplir una obligación entre otras, ni para ofrecer a Dios una gloria que falta en el resto de nuestra vida. Nuestra oración es expresión y fuente de vida cristiana. Nace de la vida y nos conduce a ella. Es falso oponer oración y vida como si la oración no perteneciera a la vida. Al contrario, la oración es uno de los momentos fuertes de nuestra vida, un momento culminante de nuestra acción, porque desde la oración alentamos y sostenemos nuestro vivir. El encuentro sincero con Dios centra nuestra vida en lo único necesario liberándonos del egoísmo y del poder acaparador de las cosas. Al mismo tiempo, suscita en nosotros energías que difícilmente se despertarían si todo se redujera a lo finito. Por otra parte nos permite descubrir las raíces profundas de los conflictos y del sufrimiento humano, y nos impide contentarnos con cualquier componenda o justificación evasiva. Al abrirnos a amor del Padre encontramos en él el mejor fundamento para reconocer, amar y servir a los hermanos. Se entiende bien la exhortación de san Pablo: Vivid perseverantes en la oración, compartiendo las necesidades de los santos, practicando la acogida (Rm 12, 12-13)
La prueba de toda oración
48.- El que de verdad se comunica con Dios nunca es un yo aislado. No puede encontrarse con Dios Padre sin encontrar en él la razón, la fuerza y el fundamento de la fraternidad humana. El aislamiento, la despreocupación de los demás, la competitividad como forma de vida, la indiferencia al dolor humano, hacen imposible la verdadera oración. Por eso, la prueba de toda oración es el amor: la mejor oración es aquella que nos hace amar más. Es impensable el encuentro con el Amor sin que genere una vida de amor. Aunque crea hacer mucha oración, quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor (1 Jn 4,8). La oración necesita el espacio de la vida entera para expresarse como amor. No se ama a ratos y de manera intermitente. Se ama en la oración y en la vida.
Como busca la cierva
corrientes de agua,
así mi alma te busca
a ti, Dios mío;
tiene sed de Dios,
del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?
Las lágrimas son mi pan
noche y día,
mientras todo el día me repiten:
«¿Dónde está tu Dios?»
Recuerdo otros tiempos,
y desahogo mi alma conmigo:
cómo marchaba a la cabeza del grupo,
hacia la casa de Dios,
entre cantos de júbilo y alabanza,
en el bullicio de la fiesta.
¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».
Cuando mi alma se acongoja,
te recuerdo
desde el Jordán y el Hermón
y el Monte Menor.
Una sima grita a otra sima
con voz de cascadas:
tus torrentes y tus olas
me han arrollado.
De día el Señor
me hará misericordia,
de noche cantaré la alabanza
del Dios de mi vida.
Diré a Dios: «Roca mía,
¿por qué me olvidas?
¿Por qué voy andando, sombrío,
hostigado por mi enemigo?»
Se me rompen los huesos
por las burlas del adversario;
todo el día me preguntan:
«¿Dónde está tu Dios?»
¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».
El padre Aldo Marchesini, misionero dehoniano y médico, se contagió de sida ejerciendo su vocación en el hospital de Quelimane, en Mozambique.
A semejanza de Cristo, lleva sobre su cuerpo las dolencias de aquellos a los que está dedicando toda su vida. La revista Nigrizia ha publicado un testimonio suyo, del que hacemos un extracto:
A mí me gusta el calor, y siempre he agradecido al Señor el haberme hecho vivir en Quelimane, un lugar muy cálido y húmedo. Este año, sin embargo, el calor, literalmente, me ha destrozado, lo que no me había pasado nunca. Además, durante varias noches, he tenido fiebre, acompañada de una tos seca, insistente; la posibilidad de dejar pendientes algunas operaciones me preocupaba, especialmente cuando, a los pocos días, me marchaba de vacaciones a Italia. Al llegar a mi país, mis amigos y familiares me dijeron que tenía mal aspecto, y que debía hacerme un examen. Cuando el médico que me atendió me comunicó los resultados, me dijo, con un cierto embargo, que era portador del virus del sida. Me quedé sin palabras. Confieso que no experimenté ninguna emoción en particular, ni siquiera me desanimé. Como médico, muchas veces he tenido que comunicar a mis pacientes que eran seropositivos, lo que era un deber muy duro para mí. A veces me imaginaba que estaba en su lugar, y ese pensamiento me causaba una cierta angustia; me tranquilizaba diciéndome que no estaba enfermo, y que esos eran sólo fantasmas mentales. ¡Pero la verdad es que ahora era yo el paciente! Sin embargo, no sentí esa angustia, ni tampoco rebelión ni miedo. En mi interior, todo permanecía igual y todo había cambiado, cambiado para siempre.
Considerando que el 20% de mis pacientes son seropositivos y que, como cualquier cirujano, corro el riesgo de herirme, las ocasiones de contagiarme no eran pocas. Reconozco que la gracia de Dios me había ayudado a acoger con serenidad la noticia; por otro lado, creo que parte de mi tranquilidad derivaba del hecho de que existen fármacos altamente eficaces, con lo que la esperanza de vida era buena. Debería tomar un cocktail de tres fármacos, en dos dosis, una por la mañana y otra por la noche. Gracias a esto, los virus en circulación quedan reducidos a un número insignificante, mientras que los linfocitos, fabricados por el cuerpo en una cantidad mayor de la que son destruidos, comenzarían a aumentar. La esperanza de poder convivir con la enfermedad durante un largo tiempo me consolaba. Sin embargo, el pensamiento de que esta esperanza radicaba en el solo hecho de que era italiano, y de que así podría acceder a la medicación, me atormentaba. Pero, ¿y mis pacientes mozambiqueños? ¿Por qué no podían tener ellos la misma esperanza? ¿Por qué no podían tener también acceso a la terapia? Sentía que debía empeñarme en hacer que otros hombres y mujeres al menos, los habitantes de Quelimane pudiesen tener la misma esperanza de vida que yo.
Había oído que la Comunidad de San Egidio estaba iniciando una experiencia piloto en Mozambique, con el objetivo de ofrecer gratuitamente a los africanos enfermos de sida el mismo tratamiento disponible en las naciones ricas. Decidí ir a Roma a hablar con el responsable del proyecto; el encuentro fue muy positivo, y volví a casa lleno de esperanza: había encontrado el modo de poder comenzar en mi hospital de Quelimane una terapia antirretroviral eficaz y gratuita. Volví a Mozambique cinco meses después de la fecha prevista para mi regreso, sin miedo, y reanudé mi trabajo en el hospital. ¡Estoy contentísimo! He decidido no esconder a nadie mi enfermedad; ahora, todos saben que el padre Marchesini, el doctor del hospital, es seropositivo, está haciendo la terapia, está vivo, está bien y continúa trabajando. Dentro de pocos días, también sabrán que la terapia está ya disponible para todos los enfermos, que ya no habrá necesidad de esconderse, o de negarse a hacerse la prueba por miedo a saber. Son ya muchas las personas que se han acercado a mí para hablar, para recibir consuelo y ser encaminadas hacia la terapia.
Aquí finaliza mi historia, pero mi aventura interior continúa en compañía de una multitud de enfermos de Mozambique. No puedo más que agradecer al Señor el haberlos conocido, y haber conducido las cosas de modo que la semilla de la esperanza pudiese, en un breve espacio de tiempo, transformarse en una gran árbol; un árbol que ofrece sus frutos a todos aquellos que lo necesitan. Aldo Marchesini
Mientras continuaba, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron, «Maestro, para que este hombre naciera ciego, ¿Quién pecó, él o sus padres?» Jesús le contestó, «No pecó este hombre, ni sus padres; sino es para que las obras de Dios puedan ser reveladas en él. Debo realizar las obras de aquel que me envió, mientras que es de día, se acerca la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras yo esté en el mundo, soy la luz del mundo.» Mientras decía esto, ponía saliva en la tierra, hizo barro con su saliva, y ungió los ojos del ciego con el barro, y le dijo, «Ve, lávate en la piscina de Siloé» (que significa «Enviado»). Así que él fue, se lavó, y volvió viendo. Entonces los vecinos, y aquellos que vieron que estaba ciego antes, dijeron, «¿No es este el que estaba sentado y mendigaba?» Otros decían, «Es él.» Aún otros decían, «Se parece a él.»