Oración Comunitaria 2/02/2006
Oración Comunitaria Jueves 2 de febrero de 2006
ESCUELA DE ORACIÓN:
Cuarenta días después de la celebración del Nacimiento de Jesús, celebramos hoy
su presentación en el templo, su presentación al mundo como Luz de la vida. Nos
acordamos hoy, de un modo especial de la vida consagrada, de aquellos
religiosos y religiosas que consagran su vida a anunciar a Jesús desde la
contemplación, la enseñanza o el servicio a los desfavorecidos. Qué mejor forma
de acordarnos de ellos que reuniéndonos para orar. Nuestra oración va más allá
del marco litúrgico y de la práctica sacramental ya que incluye ejercicios de
vida interior y celebraciones de vida común. Nuestra oración comprende también
los momentos decisivos de la vida personal y de la vida fraterna. Nuestra
oración se nutre del deseo del “Espíritu del Señor y de su santa operación. La
oración franciscana brota de la espiritualidad del corazón puro y se desarrolla
en la duración con perseverancia. SE expresa en una actitud cuyo resultado es
permanecer en Dios y dejarse habitar por Él. Tiene necesidad de
testimonios auténticos que dicen y hacen su búsqueda, en la Iglesia, con los
fieles. Tiene necesidad de hermanos que oran con la palabra y con el
ejemplo
CANTO: El Verbo, la Luz, la Vida, Dios
SALMO 26
1El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra, me siento tranquilo.
4Una cosa pido al Señor, eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
5Él me protegerá en su tienda el día del peligro;
me esconderá en lo escondido de su morada,
me alzará sobre la roca;
Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches.
CANTO: El Señor es mi fortaleza
NOTICIA: Misioneros (JM de Prada)
Hace unos días, entró mi hija de tres años en la habitación, pidiéndome
que apoquine un donativo para la Jornada de la Infancia Misionera. En su
colegio, regentado por hermanas concepcionistas, le han hablado de otros niños
de Guinea Ecuatorial o el Congo, Brasil o Filipinas, atendidos como ella por
esta congregación misionera; niños que habrían muerto víctimas de enfermedades
feroces o de pura inanición si esas monjas heroicas no hubiesen mediado en su
tragedia. Como las hermanas concepcionistas, son miles los hombres y mujeres,
religiosos y seglares, que un día cualquiera decidieron inmolarse en la
salvación de otras vidas que languidecían en los arrabales del atlas; hombres y
mujeres que, como cualquiera de nosotros, hubiesen preferido envejecer entre
los suyos, disfrutando de las ventajas de una vida regalada, pero que
respondieron sin rechistar a su vocación.
«¿Y qué es la vocación?», me interrumpe mi hija. «Es una llamada de Dios»,
empiezo un poco atolondradamente, pero como compruebo que mi hija no acaba de
entenderme añado: «Dios nos habla a través de los niños que sufren». Y como
temo que mi hija confunda a Dios con un ventrílocuo, trato de explicarme: «En
realidad, Dios está dentro de cada niño que sufre, Dios es cada niño que sufre.
Pero sólo algunas personas elegidas saben verlo; mientras los demás miramos
para otro lado, los misioneros miran a Dios a los ojos, lo toman entre sus
brazos, le dan un trozo de pan, le curan las heridas...». «¿Y también le cantan
para que se duerma?», me interrumpe mi hija, empezando a comprender. «Todas las
noches», le respondo. «¿Y cuándo se duerme ellos también descansan?», insiste.
«No, ellos siempre están despiertos, porque apenas han conseguido que uno de
estos niños se duerma otro empieza a llorar». Mi hija frunce el entrecejo:
«¿Dios también llora?». «También. Dios está llorando siempre», le contesto.
Y estos misioneros, centinelas perpetuos de su llanto, se dedican a
apaciguarlo, sabiendo que su misión es incontable como las arenas del desierto.
Están hechos del mismo barro que nosotros, incluso parecen más frágiles que
nosotros, más adelgazados por las noches de insomnio, por el recuerdo de las
muchas vidas que han visto consumirse, por el llanto que no cesa y la rabia de
no ser omnipotentes; pero en sus cuerpos curtidos por el sol y adelgazados de vigilias
se esconde un incendio de benditas pasiones que mantiene caldeada la
temperatura del mundo. Quizá mañana mismo se den de bruces con la muerte, que
les tenderá su emboscada bajo la forma de un contagio, o de una ráfaga de
plomo; pero, entretanto, perseveran en su epopeya silenciosa, sin aguardar otra
recompensa que la sonrisa de un anciano famélico, la mirada palúdica de un niño
que apenas se sostiene en pie, la caricia exhausta de una mujer que los
contempla entre las neblinas de la fiebre. Ellos saben que en esa sonrisa
claudicante, en esa mirada desvanecida, en esa caricia de rendida gratitud se
esconde Dios. Son veinte mil españoles, entre los cientos de miles que se
reparten allá donde las hambrunas y las guerras endémicas trituran vidas ante
la indiferencia de los politicastros y los noticieros televisivos. Si mañana
dimitieran de su misión, la noche se abalanzaría sobre el mundo. Seguimos vivos
porque el fuego que los enardece no declina su llama.
Son veinte mil españoles para atender la muchedumbre del dolor, para apaciguar
el llanto multitudinario de Dios que se copia en las lágrimas de cada hombre
que sufre, para llevar el Reino a los parajes más arrasados del planeta. Son
veinte mil hombres y mujeres salvando cada día a millones de niños.
CANTO: Deja la tierra en que habitas (o Ubi
charitas)
EVANGELIO
Cuando se cumplieron los días de la purificación de María, según la
Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como
está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al
Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones. Y he aquí
que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y
piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo.
Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de
haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y
cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley
prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora,
Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han
visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los
pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.» Su
padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo
y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en
Israel, y para ser señal de contradicción, ¡y a ti misma una espada te atravesará
el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos
corazones.» Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de
Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su
marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del
Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase
en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que
esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según
la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y
se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.
CANTO: Oculi nostri ad Dominum Jesum
oculi nostri ad Dominum nostrum